Las cuatro de la tarde ya y a n no se ha levantado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica a tan ruda faena, si ntese desfallecer: el sudor se enfr a en sus sienes y un v rtigo paraliza su coraz n. Ay, si no fuese la verg enza Qu dir n los compa eros si tira la hoz y se echa al surco Ya se han re do de l a carcajadas porque se abalanz al botij n vac o que los dem s hab an apurado... Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz, aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso el esfuerzo. Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la boca y le retuesta los pulmones. A que se deja caer? A que rompe a llorar? T midamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al segador m s pr ximo: - No trair n agua? T , di, no trair n? - Suerte has tenido, borrego Ah viene justo con ella La Sordica... Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.
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